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Tres cuartos de hora de religiosidad sin tregua con un cura de la familia lejana que habla como si tuviera las baterías bajas, me ha dado que pensar.

Desde que nací he vivido en un ambiente general en el que la religión ha rozado el fanatismo en muchas ocasiones, todo ha girado entorno la vida de los santos, las iglesias y las liturgias. No por parte de mis padres, pero sí por mis abuelos y algunos tíos. Debe ser por eso por lo que le he cogido cierto repelús a todo lo relacionado con la religión católica.

El primer regalo por parte de mi abuela fue inscribirme en una orden religiosa de su pueblo (conocido por su amarillo equipo de fútbol), con eso se explica prácticamente todo. Pero la explicación llega a su cúlmen si se tiene en cuenta que en cada comida se tiene la obligación de bendecir la mesa.

Por ese aura religiosa recuerdo rezar por voluntad propia cuando tenía alrededor de los 10 años, cuando todavía existía en mí la inocencia infantil, expresada en forma de fe. Lo más llamativo era que no lo hacía para conseguir beneficio propio, sino para que no le pasara nada durante el verano al niño por el que estaba loca.

Pero fueron pasando los años y al ver que mediante el rezo no conseguía nada de lo que esperaba, que sólo lo hacía si era algo que dependía de mí y me lo curraba, esa fe infantil se desvaneció. Y no me confirmé.

Y aquí estoy, abrazando el ateísmo. Pero en el fondo no me resisto a creer que hay algo que controla el mundo, llamadle destino, llamadle mala leche. Pero está claro que no se puede confiar en lo sobrenatural para lograr tus objetivos, ya que si no te labras tu camino, nadie lo hará por ti.

Aparece ya maldición, estoy cansándome de esperarte y rezar por tu aparición no servirá de nada.
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