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Siempre hay alguna vez en la vida de un ser humano en que éste se plantea el sentido de la vida que le toca vivir, y esto hace que se replantee muchas situaciones y decisiones que ha de tomar y desarrollar.

Fijarse en una persona en un determinado momento podría ser la llave a un mundo de experiencias, al igual que elegir un determinado rumbo un día al volver a casa podría ser también el inicio de un período que se podría calificar incluso de maldito. Nunca se sabe cómo nos afectarán las decisiones tomadas, ni si realmente éstas influyen y no todo lo que vivimos está programado desde el mismo momento en que vemos por primera vez la luz del mundo que nos arropa mientras sigamos respirando.

La razón teórica me ofrece una solución muy fácil, ya que me susurra al oído que si todos vamos a perecer -dura tesis la que se avecina, ¿eh?-, ¿qué hay que perder? El saludar o no a otro mortal no debería suponer un problema, y menos si nos encontramos a miles de kilómetros de distancia. Lánzate a la piscina o te arrepentirás.
Pero por otra parte vivimos el día a día, sin esperar en ningún momento la muerte. Ésto, que en principio parece positivo, hace que pequemos de precavidos (como diría Descartes) en demasiadas situaciones y no llevemos a cabo una actuación práctica consecuente ni eficiente para lograr nuestros sueños.

Muchas veces los seres humanos son demasiado complejos y tanto se quejan si se les plantea una única posibilidad como si se les presenta un gran abanico de éstas. La indecisión les caracteriza; me caracteriza el miedo al fracaso. Pero miremos hacia adelante, soplemos velas y pidamos deseos.

Deseadme suerte para el examen de mañana de Griego, que la vela soplada hoy no ha sido destinada a asegurarme un 10 para dicha prueba.
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